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  • Alexander Triana Yanquén - Nota publicada en El

Julio Marín: el guerrillero que cambio los fusiles por los quesos


En la zona veredal ubicada en el municipio de Tumaco, Nariño, me encontré con un guerrillero de 58 años, que luego de treinta años en las Farc terminó siendo productor de quesos. Es un campesino bonachón y de rostro cuadrado con un marcado acento valluno. El día que lo conocí, el 27 de enero de 2017, nos recibió con un par de cervezas en la mano. Diez horas después, en la madrugada del 28, nos comunicó su única condición para hacer la entrevista: acompañarlo a ordeñar dos vacas jóvenes, de las cuales vive desde que decidió cambiar los fusiles por las balanzas, los baldes, la leche, los quesos.


Aquel día llegué con un equipo del programa Testigo Directo, donde trabajaba. El propósito era entrevistar a uno de los guerrilleros más crueles y combativos de las Farc, a quien se le atribuye haber iniciado las llamadas “Pescas milagrosas”. En 1998, el Secretariado de las Farc había aprobado la circular que ordenaba el secuestro de industriales, empresarios, políticos, ciudadanos, extranjeros. La guerrilla lanzó su grito de guerra para coger al que cayera y luego averiguar quiénes eran y cuánto valían. Sin embargo, el hombre con que me encontré era cálido, gentil, vigoroso. Julio Marín compartió con nosotros durante seis días cigarrillos, preguntó sobre nuestro trabajo, familias, amigos, la paz.


Es un hombre paradójico: a veces tiene una mirada triste, y en otras, una sonrisa que enmarca su rostro.


Durante la visita al punto de preagrupamiento, evitamos las preguntas complicadas y también los mosquitos que nos azotaron y dejaron la piel como si fueran pequeños tatuajes. La guerrilla estaba organizando todo para desplazarse a La Variante. Durante esos días Julio Marín fue amable, nos hacía la charla y se prestaba para departir un rato con la mejor disposición de la que era capaz.


El horario en la zona era estricto. Despertar a las 4:30 de la madrugada, luego preparar equipos, ducharnos en un pozo cercano al caserío, desayunar a las seis en punto. Las labores del día desde las 7:00 hasta que el cuerpo aguantara y rematar la jornada a sobre la media noche. El día de la entrevista con Julio, era el de preparativos y teníamos solo hasta medio día para terminar las notas previstas antes que llegaran los miembros de verificación de la ONU para hacer inspecciones de control. Ellos no son amigos de la presencia de medios en los campamentos.


El establo y el ganado son propiedad de una persona de la región, un conocido de antes, quien le propuso a Julio Marín un negocio: cuidar las vacas y vender la leche y el queso a cambio de repartir las ganancias por partes iguales. Ahora Marín juega con las vacas, las consiente, las alimenta, luego le da de comer al toro, les cambia el agua, y da indicaciones a dos de sus ayudantes.


— ¿Qué hace luego de ordeñar?


— Una parte la dejamos para el consumo diario –dice. El resto lo dejamos para la venta a campesinos de por acá.


Luego, a las 7:15 me comparte un cigarrillo sin filtro. Bromea con el camarógrafo que le da indicaciones para colocarse el micrófono.


– Para mí este momento me permite soñar. Volver a respirar tranquilo. Dejar de esconderse en la selva bajo la sombra de los árboles para que no los ubicaran los aviones del Ejército. Era una lucha desigual, dice Julio Marín, que mantiene su mirada fija en la ubre de la vaca más joven. Añade que la guerra no permite pensar en un mañana, en los proyectos de vida, en la vida misma. Hablar de la guerra en el gobierno de Álvaro Uribe. El Plan Patriota, la misión de recuperar el territorio considerado por años la retaguardia profunda de las Farc, las bombas de alta precisión que acabaron con Raúl Reyes, los lentes de visión nocturna, microchips de georreferenciación, infiltración a las comunicaciones voltearon la balanza de la guerra. La inteligencia militar desplegó toda su fuerza, primero en Cundinamarca –donde capturaron o mataron a los principales jefes de los frentes cerca de Bogotá–¬, luego hacia el sur del país, donde localizaron fuentes de abastecimiento, las redes de apoyo, los centros de salud, las rutas para comprar armas, infiltró agentes secretos en pueblos remotos y compró la lealtad de los círculos de seguridad del Secretariado (ahí está el caso de alias Rojas y la mano de Iván Ríos). Aisló a la guerrilla. Al construir el perfil de los comandantes guerrilleros, su historia clínica, el movimiento de sus tropas, se logró capturarlos o matarlos. El Mono Jojoy, tan despiadado como terco, cayó porque infiltraron un microchip en sus botas especiales para la diabetes.


–La guerra comenzó en Río Chiquito, cuando el camarada Marulanda organizó los primeros campesinos del Tolima. Ellos querían trabajar, pero no los dejaban.


Ya lleva treinta minutos jalando y apretando la ubre de las vacas. En la guerrilla hay muchos mitos, leyendas sobre la conformación de las familias dentro de la organización, los pactos con santeros y espíritus del monte, los niños que traían mala suerte, los amores entre los guerrilleros jóvenes, y entre los comandantes y sus subalternos, así como entre los subalternos viejos. Marín tiene su compañera desde hace cinco años. Prefiere no decir su nombre, lo reserva como una estrategia para no ventilar sus flaquezas.


Su estrategia palidece cuando aparece una mujer menuda, de unos treinta años, cabello recogido de un negro profundo, dientes muy blancos en la cara bonita y aindiada. Es su esposa. Ella dice que en la guerrilla no hay matrimonios: se hacen las parejas así, porque el amor es libre, como en todo ser humano. Pero una vez que los dos se gustaron y quieren convivir tienen que solicitar permiso al mando, porque son combatientes y dependen de lo que sus comandantes disponen.


Sigue concentrado en las ubres de la vaca. Repite esta tarea todos los días durante las mañanas. No continua, claro, porque debe dejar descansar al ganado. Su labor, dice, termina sobre las nueve de la noche cuando todos se van a sus cambuches, a no ser que haya extraordinario que pida el comandante.


El estar agachado, quizás por esconderse en el monte, o tal vez por su vida de campesino que araba la tierra y ordeñaba durante un poco menos de la mitad de un día, le ha dejado a Marín una joroba que se consolida más. Ahora que lo pienso, han sido pocas las veces que ha estado de pie con la espalda recta.


Cuando le pregunto por sus hijos le cambia el rostro. Su cara no está llena de brillos sino con una nube en sus ojos.


—Uno murió en un combate con el Ejército, y el otro lo desapareció los paramilitares.


A su lista de duelos personales, Marín suma otras pesadumbres: su hija menor, que vive en el Valle del Cauca, la policía la tenía vigilada y “chuzada”; hace más de veinte años que no habla con ningunos de sus cinco hermanos vivos, pues al ingresar a la guerrilla prefirió no exponerlos, otros, dejaron de dirigirle la palabra.


En un instante, voltea su cara a la cámara que continúa grabando mientras él ordeña, sonríe cuando cuenta que hace dos meses lo visitó su hija, junto a su bisnieto, pasaron tres días juntos, los dos sentados frente al ganado, otras veces, en la fabricación de quesos y su venta.


Este hombre extraña su familia, ora por ellos todos los días y cuando puede ver a sus nietos, es una recompensa para él y a sus treinta años internado en el monte


— Nosotros hemos dado la vida para que esto florezca, para el futuro de nuestras familias, de los niños. No queremos más hijos de la guerra perseguidos sin cesar, escondiéndose en la selva, sacrificando una vida normal en la legalidad, decidiendo que la soledad es la compañera diaria. Dice Marín, que detiene el trabajo. Va por otro cigarrillo. Diez minutos después regresa. El tiempo es la medida de su labor en la paz, durante la guerra fueron las bajas de sus enemigos.


— La lucha es por los que vienen en camino, los que quedan, las generaciones futuras que no conoceremos.


Luce sereno, alejado de los ideales de la lucha armada, del dogmatismo de la guerrilla, de la vida militar en la ilegalidad. Su futuro, su presente es un regreso al pasado. Al pasado de su padres y abuelos, campesinos del sur del país. La vida de Julio Marín es un círculo que se va cerrando: después de la guerra en el monte, la tranquilidad en el campo dice. Su vida comenzó cerca del final. Cuando termina de ordeñar mira a la cámara y se lanza a dar un mensaje. Juega con el camarógrafo, un to play:


— Cambiemos las armas por el queso, por la leche, por la comida –dice en un tono certero–.


Luego, vuelve a jugar, a darle to play a su nuevo rol como productor de quesos, el nuevo comienzo ante la cámara:


— Ya ahorita, vea: relajado todo el día. Jalando teta mijo.


Y se despide de la cámara.

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